Wednesday, July 20, 2005

Marketing: Un político no es una marca de jabón, pero...


Se dice, no sin razón, que el marketing político banaliza los discursos y trata las ideologías como jabón en polvo. Hoy, una corriente de científicos sociales reivindica la capacidad del marketing para vincular la política con la cultura popular y advierte: puede enseñar a los teóricos muchas cosas sobre el comportamiento de los votantes. Eliseo Verón opina: "No sirve".

Pocos aspectos de la política moderna han recibido tantas críticas como el marketing político, acusado por las ciencias sociales de producir una serie de efectos negativos para la democracia: banalización del discurso, culto a la personalidad, reducción de los mensajes a tan sólo 30 segundos, distorsión del concepto de ciudadano, devenido mero consumidor.Las quejas respecto del marketing político forman parte de la vasta literatura que, a lo largo del siglo XX, denunció el hecho de que la política adoptara los modos y costumbres de la televisión. Desde los primeros análisis críticos de la escuela de Frankfurt, cuyo pesimismo respecto de la "industria cultural" de los años 30 influyó sobre toda una generación de cientistas sociales, hasta corrientes académicas recientes como las "tesis de videomalaise" desarrolladas en Estados Unidos en los 90, autores de distinta procedencia y filiación ideológica coincidieron en objetar la injerencia de los medios de comunicación en la política. Algunas expresiones de este cuasi consenso fueron "Sobre la televisión" —la conferencia en que Pierre Bourdieu advirtió sobre la creciente vacuidad del discurso mediatizado—, la aguda descripción de la política como espectáculo desarrollada por Guy Debord, o el libro de Giovanni Sartori, Homo Videns, donde se asegura que "la televisión produce un efecto regresivo sobre la democracia".En este contexto, la insinuación de que el marketing pueda ser beneficioso para la democracia resulta un escándalo. Siquiera una pregunta al respecto desafía un corpus académico inquebrantable. Y sin embargo, hay quien formuló esa pregunta: "¿Es posible que la democracia se vea beneficiada por el uso de más, y no de menos marketing?". Margaret Scammell, directora de la maestría en Comunicación Política de la London School of Economics, planteó el interrogante en un artículo publicado el año pasado y, sorprendentemente, nuevos enfoques académicos parecen responderle que sí. Desde mediados de los 90, un grupo de intelectuales desperdigados por Europa y Estados Unidos intenta, a través del análisis crítico, rescatar algunos elementos del marketing y, más en general, revalorizar el entrecruzamiento entre política y cultura popular que supone la televisión.A Scammell pueden sumarse, entre otros, los nombres de Michael Schudson de la Universidad de San Diego en California, John Corner de la Universidad de Liverpool, Dick Pels de la Amsterdam School for Social Science o John Street, de la Universidad de East Anglia en Gran Bretaña. Donde antes se veía simplificación, estos autores empezaron a ver complejidad visual y mecanismos válidos para seducir a los ciudadanos desencantados; donde antes había preocupación por el exceso de personalización hoy se descubren nuevos modos de control ciudadano sobre sus representantes; donde había puro pesimismo, estas lecturas ofrecen un optimismo cauto pero definitivamente esperanzador. La pregunta que sigue entonces es: ¿tienen algún fundamento estas ideas?

Apología del eslógan
La banalización o vacuidad de la política resulta para muchos un hecho inobjetable: declaraciones cada vez más cortas para satisfacer los tiempos televisivos, debates escasos o prefabricados para las cámaras, ideas políticas que se expresan en eslóganes sin capturar la complejidad de las políticas públicas. Frente a tan objetiva descripción ¿en qué basarse para defender estas prácticas desde un punto de vista democrático? "Que las declaraciones sean cortas permite a los políticos comunicarse con los ciudadanos sin ser interrumpidos o editados —responde Michael Schudson, por e-mail, desde California—; es un modo de adaptación a la necesidad de competir por la atención del público, y también una respuesta a la creciente profesionalización del periodismo y la forma en que opera entrecortando el discurso político." Desde Londres, Scammell ofrece otro argumento: "Los discursos largos contienen sin duda más información que los comerciales de 30 segundos; sin embargo tales discursos sólo convocan a los militantes o a quienes tienen un interés particular por la política; son inefectivos como modo de comunicación que pueda interpelar a toda la ciudadanía". Las nuevas miradas sobre el marketing político muestran una constante preocupación por volver inteligibles los discursos y atractivos para un público cada vez más apático. La herramienta teórica preferida para sostener este punto de vista es la defensa de la cultura popular como lugar de arraigo para la política.

Apología de la cultura pop
"El lenguaje informal sugiere relaciones más cercanas entre candidato y votante —sostiene Corner en la introducción a la compilación de artículos Media and the Restyling of Politics— ; estos modos de comunicación van más allá de los términos de deferencia y condescendencia propios de modelos más antiguos". En el mismo libro, otro académico que puede inscribirse en la nueva corriente, Jon Simons, asegura que "las elites y clases gobernantes confían en su capital cultural para mantener sus posiciones de dominación cultural y política; prefieren evitar formas de discurso popular que les son ajenas y utilizar su capital residual para cuestionar la cultura mediática, que es el dominio de la política democrática".La tensión entre cultura popular y elitismo es una constante en el debate de las ciencias sociales. Bourdieu se preparó para este tipo de ataques cuando, en "Sobre la televisión", sostuvo que no se debe simplificar el mensaje político sino generalizar las posibilidades de acceso a la comprensión de enunciados complejos. "Me objetarán que estoy haciendo un discurso elitista —escribió entonces—, que defiendo la ciudadela asediada de la alta ciencia y la alta cultura". Y en efecto, las nuevas posiciones lo acusan, pero porque en rigor alteran los parámetros tradicionales con que se mide la "vacuidad" o "simplicidad" de los mensajes políticos. Según Street, "la comunicación política no consiste solamente en ofrecer información o persuadir a la gente a través de la fuerza de un argumento; es también capturar la imaginación popular y darle importancia simbólica a actos e ideas". En última instancia, para estos autores, se trata de recuperar la dimensión emotiva en el análisis de los discursos políticos.

Apología de la emoción
El tópico no es nuevo: Jürgen Habermas recibió numerosas críticas por haber concebido la "esfera pública" como un espacio para el intercambio de discursos racionales, excluyendo los discursos afectivos o emotivos. En particular, el movimiento feminista de los años 70 señaló este aspecto con insistencia. Hoy, quienes defienden ciertas formas actuales de la comunicación política retoman esos argumentos para rescatar el humor, la apelación a los afectos o la utilización de géneros populares como aspectos centrales de lo político que pueden convocar a los ciudadanos desencantados. Esa es la preocupación de Scammell cuando asegura que las publicidades políticas podrían beneficiarse utilizando más herramientas del marketing. Desde su perspectiva, la publicidad política actual se basa en la estética de la tradicional propaganda, caracterizada por el uso de recursos como la repetición de mensajes, la búsqueda del mínimo común denominador o la apelación a sentimientos básicos como el nacionalismo o el miedo. Sin embargo —sostiene— "la publicidad comercial ha avanzado mucho más que eso en términos de recursos comunicativos, creatividad y variedad, de modo que, en este sentido, la política podría aprender del marketing". Un estudio reciente aplicado a la Argentina, desarrollado en la Universidad de Londres por la especialista argentina Ana Langer, analiza cuantitativamente el contenido de las publicidades políticas emitidas durante las campañas presidenciales de 1999 y 2003. Según los resultados del estudio, la campaña de 2003 utilizó menos elementos del marketing que la de 1999. En particular, contó con menos participación de especialistas en marketing y menor presupuesto. Sin embargo, asegura Langer, la reducción del marketing no redundó en ningún beneficio democrático. Las funciones democráticas de la publicidad política (entendidas aquí como la obligación de ofrecer información sustancial y elementos para juzgar la competencia y el carácter de los candidatos, atraer a los ciudadanos y estimular el entusiasmo político) fueron mejor satisfechas en la campaña de 1999, con más marketing, que en la de 2003, con menos marketing.

Apología de la vida privada
Tal vez uno de los blancos favoritos de los críticos del marketing sea la tendencia a centrar las campañas en la figura de los candidatos más que en sus programas de gobierno, lo que se conoce como personalización. Sartori la definió sintéticamente: "La televisión nos propone personas en lugar de discursos". Los defensores del marketing intentan atenuar esta cuestión con dos argumentos: por un lado, la excesiva preocupación por la personalización parece subestimar a los espectadores. Las más recientes investigaciones sobre audiencia demuestran que los televidentes tienen capacidades interpretativas sofisticadas, lo cual les permitiría encontrar elementos útiles para juzgar a sus dirigentes —y someterlos al control ciudadano— aun en el contexto de personalización, o más aún, beneficiados por ese contexto. "La capacidad de la audiencia no debe evaluarse desde una perspectiva cognitiva o intelectualista, sino en términos de riqueza imaginativa, experiencia intuitiva e inteligencia emocional —asegura Pels en un trabajo publicado en 2003—; el show mediático que se llama ''política'' promueve formas de realismo emocional que permiten a los ciudadanos comunes, a pesar de su pasividad política o incluso de su indiferencia, reaccionar adecuadamente y de modo competente a aquello que sus representantes políticos les presenten".El segundo argumento se desprende del primero: la información personal sobre los dirigentes resulta tan importante a la hora de juzgarlos como su plataforma política. Consultado al respecto, dice Schudson: "Cuestiones como el carácter de un candidato, su integridad o su personalidad son tópicos legítimos para la discusión democrática". Estas variables suelen agruparse bajo el concepto de imagen, y muchas veces se supone que el énfasis en ellas es perjudicial para la democracia. Sin embargo, Scammell piensa todo lo contrario. En su artículo "Marketing Político: Lecciones para la Ciencia Política", asegura que la imagen no sólo es importante sino que es "el único elemento sustancial que un partido puede ofrecer a sus potenciales votantes". Enunciados semejantes provienen de la literatura sobre "marketing relacional", un modelo que empezó a emplearse para el análisis político y que consiste, básicamente, en el estudio de las técnicas del marketing que se aplican a servicios de largo plazo, como la medicina prepaga o las compañías de seguros. La promoción de un candidato no puede equipararse a la venta de jabón en polvo, dice Scammell, pero sí puede entenderse con los esquemas del marketing relacional. Tanto en el caso de los servicios de largo plazo como en la política, el producto es complejo e intangible —lo cual produce incertidumbre en el consumidor y lo obliga a buscar información de fuentes externas como los medios—, la decisión de compra involucra un tiempo de reflexión, y una vez comprado el producto, esa acción tendrá consecuencias de largo plazo. Las empresas que ofrecen este tipo de productos necesitan construir una buena imagen o reputación para competir en el mercado. La imagen, en estos casos, no es un elemento aleatorio que colorea la percepción del cliente; no es mero packaging, sino que —al decir de Scammell— está en el centro de una relación (comercial o política) que se construye en base a características no banales como el comportamiento pasado y la credibilidad que inspiren las promesas realizadas. Considerar estos elementos, sostiene Scammell, podría ayudar a la ciencia política a comprender mejor el momento del voto, e incluso a descubrir el potencial democrático que hay en las herramientas del marketing político. ¿Hay finalmente razones para ser optimista? En términos históricos, los autores que defienden el marketing dirán que sí. No sólo porque encuentran elementos positivos en la tendencia a acortar los mensajes políticos, simplificarlos, y reducirlos a cuestiones de personalidad, sino también porque —todos ellos aseguran— antes no estábamos mejor. "Con todas las falencias que puedan tener las campañas dirigidas por expertos en marketing —advierte Schudson— debemos compararlas con aquellas que organizaban los partidos políticos en el pasado, no con un mundo prístino en el cual nobles candidatos iban de puerta en puerta conversando con los ciudadanos comunes, porque eso nunca existió". La operación de desmantelar la mirada nostálgica es una constante entre estos autores, que se arriesgan a encontrar motivos para el entusiasmo en las nuevas formas de política mediática. Hasta qué punto las nuevas prácticas puedan ofrecer sustancia democrática y los espectadores utilizar sus capacidades interpretativas y de resistencia sigue siendo objeto de debate, afortunadamente para las ciencias sociales que se alimentan de desacuerdos como éste.

txt SONIA JALFIN

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